El puma y el pastor (Cuento breve) (Autor: Pablo Rojas Paz)
El puma y el
pastor – (Cuento breve) Autor: Pablo
Rojas Paz
El alba era
una ceniza de luz en el aire. Como en la elevación de la misa, el sol de dorada
blancura subía repintando de rojo el perfil de los montes. La noche se iba de
puntillas y la luz era una insinuación morada en el leve relumbre de la
escarcha. Un rumor de himno surgía del seno profundo de las cosas. Con voces de
mar lejano la brisa del alba venía despertando el paisaje. Los árboles se
limpiaban de sombras y se escuchaba el balido de los hatos cercanos. De pronto,
de dentro del rancho salió una voz amanecida secreteada.
-Mhijo, hay que traer las
cabras al corral.
El chango se restregó los
ojos, se calzó sus ojotas, se metió su poncho cortón, se puso su sombrero y
partió. La mañana triunfante se alegraba en las flores nuevas de aquella
primavera precoz. Lauro extrajo de su flauta de caña el son favorito. Y los
altos montes se lo devolvieron en mil ecos repetidos. La luz iba colgando
banderolas en la copa de los árboles más altos. Había un penetrante olor a
menta, a poleo, a cedrón, a malva. Los balidos eran cada vez más cercanos. El
desparramado rebaño iba juntándose al amparo de la música al igual que las
nubes empujadas por el viento. Un pájaro en un molle contaba su dicha y la del
agua recibiendo la luz. Las abejas eran pequeños resplandores de oro sobre las
diminutas flores silvestres. Los torrentes acrecentaban sus rumores con la luz
de la mañana.
Lauro se detuvo para
observar los movimientos de una serpiente que se arrastraba entre las piedras.
Cuando el pastor moduló en su flauta los cristalinos sones, el ofidio detuvo su
andar e irguió la cabeza para escuchar mejor. Y fue así que el paisaje y su
vida eran una música atenta. La brisa correteaba en los pastos. A lo lejos
cantaba la perdiz. Toda la dulzura del mundo se había hecho matiz en la flor, zurear
en la paloma, frescura en el pastizal, suavidad en el helecho, canción apenas
modulada de la brisa en las altas copas. Y toda esa dulzura musical y perfecta
parecía anidarse en la flauta del pastor.
Un súbito bramido rasgó la
calma musical del paisaje. Lloró la paloma y se aquieto el arroyo. En el azul
añil apresuraban su viaje las nubes de nácar. Las cabras asustadas se
dispersaban entre confusos balidos. Un puma había saltado desde la espesura
hacia el breñal. Un nuevo bramido fue trueno rebotando en los collados. El
miedo pánico cristalizó el aire. A Lauro, el pequeño pastor, le impresionaron
por igual el bramido y el tamaño de la fiera. "Hoy vi un gato
grande", le había dicho a la madre la vez primera que viera un puma. Y le
tiró un hondazo; la fiera se enardeció al recibir la pedrada en la frente. Pero
Lauro se acercó resueltamente, y recogiendo una piedra del suelo se la arrojó
para ahuyentarlo. La fiera describió un arco en el aire y cayó sobre Lauro
desgarrándole el pecho de profundas heridas. El pequeño pastor lanzó un grito
profundo y desesperado que el aire cristalino llevó a la lejanía.
La madre de Lauro, que
yacía enferma de chucho, oyó el grito y presintió todo. La propia desesperación
le dio fuerzas inauditas. Se levantó de la cama ardida de fiebre. Tomó unas
boleadoras y un puñal que fueran de su marido. Se echó un poncho a los hombros
y partió hacia el punto de donde venían los rumores. Su denuedo se enardeció
más cuando vio que el puma estaba bebiendo la sangre del muchacho que lanzaba gemidos
estertóreos. Aquella mujer se convirtió en un grito penetrante, agudo,
surgiendo del seno profundo de la tierra e irguiéndose hasta el cielo:
"¡Mhijo! ¡Mhijo!" Y avanzando hacia el puma le clavó tres veces el
puñal en el lomo. El animal se irguió para abalanzarse sobre la mujer. Y ésta
le tiró las boleadoras a la cabeza. El cráneo del puma resonó con los golpes de
la piedra, pero esto no impidió que llegara de un manotazo al pecho de la
madre, quien, a su vez, pudo clavarle el puñal junto al corazón.
Al son de la flauta y el
bombo los llevaron a enterrar al filo de la madrugada. Los niños pastores
hicieron unas andas con sus toscos cayados, y en ellas, sobre el cuero del
puma, pusieron los despojos de Lauro. Una estrella federal de sangre y fuego
creció perenne junto a la cruz. Sobre la tumba de la madre lloró por siempre la
bumbuna.
El bramido del puma y el
llanto de la paloma, el gemir del pastor y el grito de la madre, se disolvieron
para siempre en la música montañesa. Y a la hora en que la tarde es una niña
dormida a los pies de la luna, un sutil canto de flauta borbotea como un ojo de
agua en la quietud fragante.
FUENTE: ROJAS PAZ, PABLO. El
caballo del ciego, y otros cuentos. Buenos Aires, Huemul, 1970 (págs.
85-87).
(Obtenido
del sitio en Internet: http://www.chauche.com.ar/)
1 comments
Impresionante. Sólo un Tucumano pudo haber escrito eso, describir así el paisaje y el espíritu local ...
ResponderEliminar